Hacia el Bicentenario de la Independencia de San Luis: olvidos, granaderos y violencia
Por Guillermo Genini (*)
Resumen
Aspiramos en este artículo reflexionar sobre el surgimiento de San Luis como Estado desde el análisis histórico, lo cual abordar una serie de perspectivas y conceptos interiorizados y naturalizados que permitirán aportar una nueva visión a un problema olvidado. Así se pretende revisar el inicio del proceso histórico conocido tradicionalmente como la Autonomía Provincial. Nos motiva abordar esta temática una serie de dudas que se nos presentan de forma persistente. ¿Cuál es el motivo por lo que el surgimiento de la actual Provincia de San Luis como Estado ha permanecido oculto ante la comunidad provincial?, ¿Por qué parece que el bicentenario del nacimiento del Estado provincial va a pasar desapercibido ante la opinión pública y de los especialistas?, ¿Qué llama la atención cuando se menciona que San Luis cumplirá el próximo año 2020 el Bicentenario de su constitución como Estado libre, independiente y soberano? Sin ánimo de adelantar una respuesta cabe preguntarse ¿Acaso no sería posible que el poder real y simbólico del Estado nacional sea tan fuerte que este hecho fundamental para San Luis pase desapercibido?
Introducción
Reflexionar sobre un tema tan importante como el surgimiento de San Luis como Estado implica desde el análisis histórico abordar una serie de perspectivas y conceptos interiorizados y naturalizados que permitirán aportar una nueva visión a un problema olvidado. Así se pretende revisar el inicio del proceso histórico conocido tradicionalmente como la Autonomía Provincial.
Nos motiva abordar esta temática una serie de dudas que se nos presentan de forma persistente. ¿Cuál es el motivo por lo que el surgimiento de la actual Provincia de San Luis como Estado ha permanecido oculto ante la comunidad provincial?, ¿Por qué parece que el bicentenario del nacimiento del Estado provincial va a pasar desapercibido ante la opinión pública y de los especialistas?, ¿Qué llama la atención cuando se menciona que San Luis cumplirá el próximo año 2020 el Bicentenario de su constitución como Estado libre, independiente y soberano? Sin ánimo de adelantar una respuesta cabe preguntarse ¿Acaso no sería posible que el poder real y simbólico del Estado nacional sea tan fuerte que este hecho fundamental para San Luis pase desapercibido?
Para avanzar ante estos interrogantes se tendrán en cuenta en primer lugar algunas perspectivas que desde la historiografía reciente han aportado nuevos conceptos para abordar este proceso que San Luis compartió con otras provincias argentinas, hoy consideradas como el antecedente inmediato del Estado argentino. Posteriormente se presentará un breve panorama sobre cómo se trató esta temática en la historiografía local, sus principales afirmaciones y los fundamentos históricos que subyacen detrás de ellos. Finalmente se aportará una nueva perspectiva del proceso histórico que dio como resultado el surgimiento del Estado provincial hacia 1820 teniendo en cuenta la descomposición del proceso revolucionario iniciado en 1810 y la influencia que las fuerzas militares tuvieron en este proceso político-institucional en el marco de la influencia sanmartiniana
De esta manera se pretende realizar un primer aporte a esta compleja temática que deberá ser ampliada, profundizada y problematizada por parte de quienes se interesen por la historia local y regional.
El problema de las independencias olvidadas: una primera visión
La historiadora francesa Geneviéve Verdo llama la atención sobre la problemática de las independencias en el ex Virreinato del Río de la Plata como un proceso que perdió visibilidad con la imposición del dominio del Estado nacional (Verdo, 2016). Afirma que la independencia declarada en 1816 no representó el final del proceso revolucionario sino un momento dentro de un proceso más extenso y complejo que dio como resultado el surgimiento de múltiples Estados soberanos bajo la denominación de provincias. Sostiene Verdo: “la independencia “nacional” se declaró en 1816 pero antes existió la de Córdoba en 1815 y luego entre 1820 y 1821 casi todas las provincias declararon sus propias independencias que han sido muchas veces olvidadas” (Verdo, 2016, p. 74).
Cabe preguntarse entonces si San Luis representó un caso de una independencia olvidada. Creemos que la respuesta es afirmativa.
La interpretación Verdo enfatiza el carácter problemático de las independencias. Sostiene que en este complejo proceso existieron tres niveles de independencias que corresponden con tres tipos diferentes de identificaciones políticas. El primero la emancipación americana de la Monarquía española entendida como autonomía o autogobierno cuando se produjo la crisis dinástica de 1808. El segundo es la independencia rioplatense que tenía como antecedente directo la creación del Virreinato del Río de la Plata y el poder central de Buenos Aires que ejercía su autoridad invocando la jerarquía de capital virreinal. Finalmente el tercer nivel de independencia era el de los pueblos o ciudades que de hecho habían constituido pueblos soberanos a partir de su reasunción de la soberanía del Rey, primero en forma genérica en 1808 y luego en forma explícita en mayo de 1810.
Este tercer tipo de independencia no fue realizada en el marco de la segunda, pues según la cultura pactista española la independencia debía ser ratificada por los pueblos, lo que San Luis realizó en 1816. La independencia frente a España no fue el antecedente necesario para la independencia de San Luis y las demás provincias pues cuando comenzó el Congreso General en Tucumán ya las provincias artiguistas habían declarado su independencia. En el centro de este proceso se encontraban los antiguos derecho de los pueblos, las viejas y nuevas formas de lograr legitimidad política y la relación de las ciudades que integraban las Gobernaciones Intendencias con sus respectivas ciudades cabeceras.
Como señaló Antonio Annino para el mundo colonial hispanoamericano “Durante la crisis del Imperio y antes de la ruptura final entre los territorios americanos y España, nació y se consolidó un nuevo tipo de ámbitos políticos, que ofrecieron a las sociedades locales la posibilidad de reforzarse frente a los antiguos centros administrativos. El fenómeno fue posible gracias a procesos informales pero también formales, adquirió una fuerte legitimidad en la mentalidad colectiva, y en un cierto momento fue guiado por las élites criollas” (Annino, 2003, p. 232).
Estas tendencias generales, es decir la rivalidad entre las sociedades locales y sus antiguos centros administrativos, adquirieron en el contexto del ex Virreinato del Río de la Plata un significado historiográfico particular.
Según José Carlos Chiaramonte al analizar la formación del Estado argentino llama la atención que los historiadores liberales consideraron que las provincias fueron un impedimento para lograr la unidad nacional: “el tratamiento de la cuestión de los orígenes del Estado y de la nación argentina, será el problema de la función de las provincias y de sus más visible representantes en esa historiografía tradicional, los caudillos. Estos fueron frecuentemente juzgados como obstáculo al propósito de organización nacional, obstáculo atribuido al localismo que habrían representado. De tal manera, lo ocurrido a partir de 1810 sería visto como una pugna de un grupo, de un partido, de algunos próceres, que encarnarían el espíritu nacional, frente a otros personajes que preferían el egoísmo del “espíritu de la localidad”. Este enfoque respondía a la más antigua de las tendencias que en el Río de la Plata intentaron organizar un Estado supraprovincial, la gestada en Buenos Aires desde el momento inicial de la independencia y tuvo sus expresiones historiográficas en la segunda mitad del siglo en las obras de los historiadores que fundaron la historiografía argentina” (Chiaramonte y Buchinder, 1992, p. 93).
Evidentemente la crisis imperial que dio comienzo en 1808 había anulado muchos mecanismos de control y autocontrol dentro de las prácticas políticas coloniales y se abrieron nuevos caminos para exteriorizar las tensiones en torno a conceptos centrales como soberanía y legitimación política, no siempre entendida en igual sentido por los poderes locales y sus respectivas capitales.
En este sentido Verdo (2016) sostiene que la dualidad en la concepción de la soberanía entre la tendencia centralista cuya cabeza era Buenos Aires y la que representaba y defendía la soberanía de los pueblos tuvo una difícil convivencia desde 1810. Una última oportunidad de acuerdo entre estas tendencias fue el Congreso Constituyente de 1816 que se reunió en Tucumán y cuya sede ya representa una suerte de compromiso de acuerdo. Este acuerdo fue la base esencial para el logro de la Independencia declarada el 9 de julio de 1816. Poco tiempo después, sin embargo, el equilibrio pactado se rompió por lo que en vista de lograr el sostenimiento del orden volvió a imponerse la tesis de la representación absoluta, lo que llevó al Congreso a asumir por sí solo toda la soberanía. Esta tendencia quedó reforzada cuando el Congreso se trasladó a Buenos Aires en 1817 lo que rompió algunas lealtades y representaciones. Varios pueblos hicieron regresar a sus representantes y otros, como en el caso de San Luis la entregó a un porteño bajo la excusa de no contar con los recursos suficientes para su sostenimiento, que por otra parte en nuestro caso era real.
Este Congreso, debilitado por la revolución artiguista y el disenso interno, pese a perder poco a poco su crédito y su fuerza, intentó mediante el primer proyecto constitucional conciliar en su seno las dos tendencias opuestas. La fórmula que se ensayó fue la introducción del bicameralismo legislativo que tuvo como intención explícita equilibrar las fuerzas centrífugas de los pueblos, que serían representados por la cámara baja, con la institución del Senado. Este texto buscaba entonces traducir constitucionalmente la naturaleza que reviste las distintas concepciones de soberanía, conservando la tendencia central una cámara y quedando representados los pueblos en otra.
Sin embargo, la realidad va a enfrentarse con esta construcción teórica, pues si bien la Constitución de 1819 fue jurada por las ciudades[1] en el territorio bajo obediencia del gobierno central, éstas ya se habían desligado de la suerte de la ciudad capital confundida con el destino del poder del Directorio y del Congreso. Esta Constitución, a pesar de sus esfuerzos para solucionar el problema del vínculo entre las nacientes provincias y el poder central se reveló incapaz de lograr los acuerdos necesarios para implementarlo. Pocos meses después de su promulgación, los acontecimientos militares precipitaron la descomposición del poder central.
Antes de abordar el proceso histórico por el cual San Luis se convirtió en un Estado independiente, tema que implica revisar la vinculación entre la situación militar y política en torno a 1820, y para cerrar esta primera visión sobre la problemática sobre los Estados provinciales soberanos e independientes, creemos necesario abordar con mayor profundidad la razón por la cual la historiografía le atribuyó la condición de autónomo a estos últimos.
Algunas consideraciones sobre autonomía, soberanía e independencia
Cabe llamar la atención sobre el sentido propio del concepto de autonomía con el que la historiografía tradicional ha identificado el surgimiento de los Estados provinciales hacia 1820. En este sentido compartimos la afirmación del historiador cordobés Alejandro Agüero quien sostiene que sobre el concepto de autonomía se produjo un desplazamiento conceptual respecto a su función dentro de la doctrina histórica del federalismo argentino.
Para Agüero (2014) la doctrina constitucional argentina vigente proclama claramente que las provincias como Estados de la federación no son soberanas sino autónomas. Esta afirmación compartida por juristas y el sistema político argentino actual, según su opinión, ocultó una realidad histórica mucho más compleja. A ello ha contribuido sin duda que se ha naturalizado una perspectiva actual sin reflexionar sobre la evidencia documental de esa realidad histórica. En un trabajo reciente de gran importancia conceptual, que seguimos a continuación, este autor pone en cuestión el uso de esta calificación.
Su análisis parte de la afirmación que se ha reflexionado poco sobre el sentido histórico del concepto de autonomía al aceptarse que representa una diferenciación entre los atributos de los Estados provinciales con respecto al Estado nacional, atribuyéndoles a las provincias su condición de autónomas dentro de la Nación soberana.
“Así, la palabra «autonomía» expresaría hoy, con precisión científica, aquello que querían decir las fuentes decimonónicas cuando se referían a la «soberanía provincial». Para dicho punto de vista, la noción de «soberanía provincial», esgrimida por las elites locales a lo largo del XIX, era inadecuada puesto que su significado excedía las intenciones meramente «autonomistas» de quienes la utilizaban./ Como lo expresó Zorraquín Becú, en 1939, se trataba de un «vocabulario» no adecuado «al pensamiento»” (Agüero, 2014, p. 344).
Para demostrar este desfasaje y su ausencia en el discurso legal y político en la primera mitad del siglo XIX, sostiene que el término “autonomía” no era una palabra usada hacia 1820. Según Agüero es sintomático del carácter novedoso de esta palabra, que no apareciera en las obras más importantes de la teoría política y constitucional en lengua castellana a comienzos del siglo XIX. Sin embargo, ya se percibe su significado cuando se criticaba al ideal de “unidad absoluta” de la administración. Así resalta que en la Constitución española de Cádiz de 1812, ya se tuvo en cuenta que se había
“devuelto a los pueblos lo que era suyo”, No se hablaba de “autonomía” sino se utilizaba el concepto antiguo y tradicional dentro de la doctrina española del “gobierno político y económico de los pueblos” que tanta trascendencia tendría en las tierras del Río de la Plata.
Agüero (2014) afirma que esta realidad que hoy tiene una aceptación generalizada no correspondió a una realidad histórica, sino que fue adoptada a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Resalta que el concepto autonomía no se encontró presente en el texto constitucional de 1853 ni en su reforma de 1860, lo que constituye una afirmación de gran importancia, puesto que los protagonistas que originaron los Estados provinciales hacia 1820 utilizaron otro concepto que revela una concepción diferente. Los dirigentes de estos nuevos Estados afirmaban que poseían el atributo de la “soberanía provincial”.
Así, el concepto autonomía ocultó al de “soberanía provincial” que estaba presente en la narrativa histórica argentina y que aparece en forma expresa o implícita en las fuentes que los protagonistas del proceso dejaron sentado antes y después de 1820.
Este desplazamiento se produjo porque los juristas de fines de siglo XIX y comienzo del XX creyeron que el término “soberanía provincial”, de uso común en el léxico político durante la primera mitad del siglo XIX, podía provocar la confusión con el término “soberanía” que era considerado por la doctrina jurídica argentina como un atributo excluyente del Estado nacional. Se procedió por lo tanto a redefinir a la “soberanía provincial” cómo autonomía siguiendo los cambios internacionales qué se produjeron en las teorías constitucionales en boga en esa época. Este desplazamiento fue consagrado por el cambio que simultáneamente se produjo en la historiografía liberal. Sostiene Agüero.
“La teoría constitucional argentina da escasa relevancia al carácter histórico de la distinción entre soberanía y autonomía. Las expresiones más comunes tienden a retrotraer el consenso actual, afirmando que al momento de conformarse la federación, en 1853, las provincias “renunciaron a su soberanía y devinieron en autónomas”. Sin embargo, a la luz de los testimonios históricos, tal afirmación es insostenible. La diferencia entre “autonomía” y “soberanía” no figuraba en el texto de la Constitución de 1853 (ni en el de su reforma en 1860), y tampoco, como veremos, formaba parte del herramental doctrinario de aquel texto. Su introducción en el léxico político constitucional fue posterior reflejándose en el texto normativo sólo desde su última reforma en 1994” (2014, p. 493).
Esta confusión deviene del uso del lenguaje político desde la ruptura del contrato colonial en 1810 qué fue utilizado por redactores y miembros de las distintas convenciones constituyentes dónde aparece el concepto de soberanía provincial. Pero durante el siglo XX se consideró que ese término se confundía con un atributo que era considerado exclusivo de la Nación y comenzó a ser reemplazado por el de autonomía.
El concepto autonomía hizo su aparición en la lengua española a mediados del siglo XIX y fue incorporado como vocablo por la Real Academia Española en su
diccionario en la edición de 1869. Su significado, según determinadas apariciones anteriores que puede ampliarse al adjetivo autónomo, corresponde al “que se gobierna por sus propias leyes, como por ejemplo, algunas provincias que siendo partes integrantes de un Estado tienen sin embargo sus leyes particulares”.
Desde el punto de vista historiográfico la noción de autonomía refiere a cierta capacidad de gobernarse o de tener una administración propia, por lo que más allá de las consideraciones jurídicas comenzó a ser utilizado en relación con el ejercicio de los poderes arraigados en la tradición hispano-colonial qué hicieron eclosión a partir de la crisis de la Monarquía española en 1808 y el inicio de la Revolución en 1810. Sin embargo, claramente esta palabra todavía no formaba parte del vocabulario disponible por los actores de este proceso que anticipa lo ocurrido hacia 1820, como en el caso de San Luis, que nos ocupa en el presente estudio.
Basados en la doctrina de la retroversión de la soberanía entre 1808 y 1820 se concibió un proceso histórico donde la consideración del poder soberano estuvo vinculado con la presencia de los pueblos. Como ya se mencionó, en la Constitución de
Cádiz se consideraba, que esa retroversión había “devuelto a los pueblos lo que era suyo”.
En la tradición colonial española se consideraba que estos pueblos y su representación, es decir los cabildos o municipalidades, ejercían privilegios fundacionales que implicaba “la concesión de fueros, franquezas y libertades”. Así, cada pueblo era considerado una república con un gobierno político y económico que era ejercido por el consejo local que poseía una jurisdicción ordinaria. Sin embargo, esa jurisdicción era muchas veces detentada por una autoridad designada por el Rey o sus delegados en América (virreyes, intendentes, gobernadores). Esta tendencia se consolidó al limitar el poder de los pueblos cuando, a lo largo del siglo XVIII, las Reformas Borbónicas impusieron un mayor control por parte de los funcionarios reales sobre los cabildos.
Sin embargo, la crisis imperial provocada por la invasión napoleónica y el impedimento de ejercer los soberanos poderes por parte de los reyes Borbones actualizaron el debate.
Desde 1808, y muy especialmente desde 1810, el término soberanía comenzó a adquirir un renovado e imperioso significado. La soberanía del Rey única, asemejada como soberanía imperial, bajo el argumento de la doctrina de la retroversión de la soberanía originó que cada pueblo, representado por sus repúblicas o cabildos, adquiriera el derecho a tener una parte igualitaria de la soberanía, lo que implicó su escisión y fragmentación. La soberanía de los pueblos y las provincias lograda dentro del marco jurídico español originó una situación inédita: se pasó dentro del mundo hispánico de una soberanía única e indivisible personalizada en el Monarca a una soberanía con sentido conflictivo, plural y agregativo.
En términos conflictivo la Revolución y los primeros ensayos constituyentes a que dio lugar remiten a las nuevas soberanías provinciales todavía ambiguas donde ciudades y provincias intendenciales compartían algunas de las características cuando utilizan el término soberanía provincial. Sin embargo ya en la primera reunión Constituyente de 1813 cuando se debatió la naturaleza de la representación de los diputados orientales se puede percibir que tanto la tradición federal de Estados Unidos como el antiguo derecho de los pueblos de la tradición española se encontraban presentes. Ambas tradiciones coincidían en que la nueva organización Estatal debía asegurar la inviolable soberanía de los pueblos.
Más allá de la novedad de la tradición estadounidense introducida por los artiguistas, otros documentos emanados de la condición plural de los actores soberanos remiten casi exclusivamente a la tradición hispánica. Así, la instrucción dada al representante de La Rioja en 1813 solicitaba al nuevo orden respetar a la jurisdicción política y judicial de cada pueblo para reducir su dependencia de la capital intendencial de Córdoba. Se instruía: “Que este pueblo quiere se le conserve en toda su integridad de mero y mixto imperio que adquirió al tiempo de su fundación y es equivalente a la soberanía, que tiene y debe poseer sobre toda la extensión territorial” (Agüero, 2014, p. 356).
A lo que agregaba “quiere también gobernarse por sí solo”, es decir, se invocó el antiguo derecho de cada pueblo para que se le reconociera su poder frente a la capital provincial.
En un sentido semejante la jurisdicción de San Luis representada por su Cabildo, instruyó a su diputado ante la Asamblea del Año XIII, el porteño Agustín José Donado, que se conservase en la dirección política y militar de la jurisdicción al puntano José Lucas Ortiz o a aquella persona que se eligiera en San Luis según su propia voluntad. Así afirmamos que
“La primera intención del cuerpo capitular fue preservar el dominio sobre la jefatura política y militar de la jurisdicción. Por ello trató de asegurarse en primer término que el ejercicio del cargo de Teniente de Gobernador continuara en manos de José Lucas Ortiz o en su defecto se nombrase a otro miembro de la jurisdicción. A esta defensa se refiere el término “independencia civil” que aparece mencionada por tercera vez en las actas de Cabildo del 18 de enero de 1813” (Genini, 2016, p. 34).
Esta lógica, repetida en mayor o menor grado por otros representantes y sus instrucciones, implicaba la construcción de una soberanía gradual y agregativa que a partir del reconocimiento de jurisdicciones de jerarquía común, pretendían la defensa de su tradicional poder y privilegio local. Esta tendencia, sin embargo, no prosperó[1], pues la tradición centralista impuso su predominio tanto en el Congreso Constituyente reunido a partir de 1816, como en la Constitución de 1819 que estaba basada en una noción diferente.
El poder revolucionario surgido en 1810 desde su comienzo pretendió y logró mantener la autoridad conquistada para lo cual hizo uso de la noción de orden basado en la unidad de la soberanía, opuesta a la soberanía de los pueblos. Esta situación conflictiva finalmente eclosionó en forma violenta cuando los pueblos que aún se mantenían bajo dominio revolucionario, continuaron la manifestación hecha por los pueblos artiguistas. Estos, sobre las bases de los viejos derechos de los pueblos representados por sus cabildos, devinieron en provincias soberanas. Solo entonces se estableciendo relaciones igualitarias entre ellas representados a partir de 1820 por la política de pactos interprovinciales.
Esta trayectoria jurídica, política e histórica fue ocultada por una tradición historiográfica que impuso una particular visión del proceso histórico en el cual surgieron las provincias. El triunfo de la tradición liberal en la historiografía argentina, especialmente influenciada por la interpretación que hizo de ella Bartolomé Mitre, permitió introducir el término autonomía provincial como la característica dominante de esos años.
Agüero (2014) sostiene que tras la Organización Nacional y el efímero paso de la soberanía provincial a sus entidades originarias después de la Batalla de Pavón en 1861, la temática entró en una etapa de confusión y transformación.
Fue Mitre, en su rol de padre de la historiografía argentina, quién con especial cuidado introdujo una nueva noción que implicó, desde la construcción del relato histórico, el olvido de la soberanía provincial. En consecuencia, se eliminó de la construcción de la memoria del Estado argentino el período de la soberanía dividida que supuso el surgimiento de los pueblos soberanos y las provincias correspondientes.
Como una manifestación más del programa de unidad nacional personificado por Mitre y sus seguidores, se dio comienzo a una reinterpretación histórica del pasado que implicó “la invención de la tradición de la Nación argentina”. Mitre comenzó a usar el término “autonomía” en la narrativa histórica en lugar de “soberanía” pues consideraba que ese término debía quedar para identificar el poder de la Nación.
En su Historia de Belgrano de 1858 ya había hecho uso del término “pueblo” en lugar de “pueblos” para referirse al protagonista de la Revolución. De esta manera se creaba un sujeto colectivo único como protagonista de la historia argentina detentador de la soberanía nacional, sin nombrar las soberanías provinciales. Este vacío lo llenó usando el término “autonomía” cuando se refirió a las primeras manifestaciones de lo que consideró un temprano “federalismo” en 1815 y 1816 y que inmediatamente vinculó la presencia de los primeros caudillos opuestos al orden general. En las ediciones posteriores de 1876 y 1877 Mitre usó el término autonomía en reemplazo de soberanía provincial pues ello implicaba el triunfo de su programa de unificación nacional.
Dos circunstancias favorecieron este cambio. En primer lugar, ya para la década de 1870 la difusión del término autonomía, tal y como era definido por el diccionario de la Real Academia Española, comenzaba a generalizarse.
En segundo lugar, y de mayor importancia, los opositores porteños de Mitre y su proyecto político nacional y unificador, se identificaron equívocamente con el término
“autonomistas” cuando intentaron defender los derechos soberanos de la Provincia de Buenos Aires frente al avance de la Nación sobre la ciudad de Buenos Aires cuando Mitre intentó federalizarla en 1862. Los seguidores de Adolfo Alsina adoptaron ese término, como sinónimo de soberanía local, cuando defendieron los intereses locales de Buenos Aires frente a la Nación.
Según Agüero, la ventaja que tenían los términos autonomía y autonomista era que no tenían la carga negativa de soberanía provincial con que se identificaban los antiguos caudillos federales y su acción “disolvente” frente a la naciente Nación. De esa manera los alsinistas evitaron en el juego político porteño ser acusados de “sostener el viejo federalismo llegando, en algunos casos, a proponer la secesión de sus territorios” (2014, p. 377).
En su retitulada Historia de Belgrano y de la independencia nacional no solo se consagró a un sujeto histórico único, sino además se amplió y consolidó el uso del término autonomía para identificar el proceso de surgimiento de las provincias argentinas. Para esta interpretación del pasado, la historiografía bajo influencia de Mitre, el Año 20 representó una amplia expresión de la anarquía qué, impulsada por los caudillos, hizo que las provincias asumieron su autonomía rompiendo con las autoridades centrales, que en términos generales y simbólicos representaban a la Nación y su soberanía. Por lo tanto, bajo la expresión anarquía aparecen las únicas referencias a la condición de soberanas que poseían las provincias como soberanías de hecho o proclamadas quedando para la Nación o el conjunto de las Provincias Unidas una referencia a la soberanía en abstracto.
En consecuencia, esta interpretación historiográfica negaba que las provincias fueran en algún momento Estados soberanos sino que reservó el concepto de soberanía a la Nación como organización suprema. Así, el término autonomía quedó vinculado a un período específico de la historia argentina que dio origen a los Estados provinciales en coincidencia con la invención de un pasado único del pueblo argentino cuya Nación detentaba exclusivamente la calidad de soberano
Concluye Agüero (2014), tras analizar la trayectoria de los términos soberanía y autonomía, que el segundo vino a neutralizar cualquier ingrediente semántico potencialmente separatista al tiempo que la noción de soberanía quedó unificada y exclusivamente reservada para calificar a un atributo del Estado nacional, no del pueblo ni de los gobiernos, en tanto unidad de derecho internacional con supremacía interior.
El surgimiento de San Luis como Estado independiente: granaderos, milicias y tumultos
Sostiene Verdo (2002) que el hecho más sobresaliente en la crisis final del orden revolucionario en 1820, fue la creación de los Estados provinciales aprovechando la máxima debilidad del poder central. Afirma que se trata de una “reorganización del panorama político de las Provincias Unidas” descartando cualquier referencia a la “anarquía” que imaginaron los defensores del centralismo. Así “siguiendo el camino de las provincias del Litoral, cada una de las cabezas de intendencias (Córdoba, Salta, Tucumán y Mendoza) declara su independencia y se erigen en provincias autónomas con respecto a Buenos Aires lo que da lugar a declaraciones formales y textos constitucionales. Lo que es interesante subrayar es que las ciudades cabeceras actuaron del mismo modo en que lo habían hecho Buenos Aires en 1810 // las mismas comunidades que se declaraban independiente en nombre de la retroversión de la soberanía al pueblo pretextando “reasumir sus derechos” no reconocen a las ciudades subalternas un derecho equivalente”(Verdo, 2002, pág. 162).
En 1820 Córdoba aduciendo que era un distrito pequeño, le negó a La Rioja su independencia y libertad. De forma semejante Tucumán intentó mantener subordinada a Santiago del Estero, asemejándola a una condición de “minoridad”.
Pese a lo afirmado anteriormente, esta no sería la situación de San Luis. En el proceso de desintegración de la Gobernación Intendencia de Cuyo la cabecera intendencial de Mendoza carecía de la fuerza militar necesaria para sostener la sujeción de las ciudades subalternas de San Juan y San Luis. La clave para ello fue la ausencia de una fuerza militar con dirección profesional propia para sostener su hegemonía en el particular escenario creado por el esfuerzo de guerra que José de San Martín había impuesto a las jurisdicciones cuyanas. Esto nos lleva a la consideración de la situación militar y su influencia en los acontecimientos de enero y febrero de 1820.
Alejandro Morea (2017) afirma que la sublevación del Batallón de Cazadores de Los Andes en San Juan el 9 de enero de 1820, que inició la fulminante fragmentación cuyana, había tenido lugar en simultáneo a los sucesos de Arequito en el Litoral y sin conexión con los mismos. Sostiene este autor, en referencia a la convocatoria por parte del gobierno de Mendoza a oficiales del extinto Ejercito Auxiliar del Perú:
“El temor a que la insubordinación se extendiera a los cuerpos de Granaderos a Caballo y de Cazadores a Caballo que se encontraban situados en Mendoza, impulsó al coronel Alvarado, jefe de esta fuerza, a decidirse a traspasar la cordillera para evitar que se sumaran a sus compañeros, y de esta forma conservar estas fuerzas para el Ejército de Los Andes. Pero esta decisión de Alvarado dejó a Mendoza sin un jefe competente y sin la tropa necesaria para hacer frente a la amenaza que representaban los Cazadores sublevados. Ante el peligro, el gobierno de Mendoza rápidamente movilizó a las milicias y para asegurarse un manejo adecuado de estas fuerzas y salir airoso ante el desafío que representaba este movimiento de tropas, decidió convocar a estos oficiales del Ejército Auxiliar del Perú [Francisco Fernández de la Cruz y Bruno Morón] ya que dicha fuerzas carecías de mandos competentes (Morea, 2017, p. 8).
Si esta era la situación en la capital intendencial cabe preguntarse sobre cómo era el panorama que presentaba San Luis en el tiempo inmediatamente anterior a su nacimiento como Estado independiente a comienzos de 1820. Para ello seguiremos el relato de las obras que consideramos aportan mayor información sobre este proceso: Historia de San Luis de Juan W. Gez publicado en 1913 y la obra homónima publicada en 1980 por Urbano Núñez. Estas obras comparten dos características semejantes: adhieren a la tesis general sostenida por la historiografía liberal y citan documentación que actualmente no se encuentra en los archivos provinciales.
También posee similitudes en cuanto a su presentación en el relato histórico. Los años que van desde 1815 donde dan cuenta de los conflictos que originó la elección de Juan Martín de Pueyrredón como diputado al Congreso de Tucumán, y a los sucesos de 1819 se centran en el esfuerzo de guerra que protagonizó San Luis respondiendo a las exigencias de San Martín y su campaña libertadora. Posteriormente la atención de estos historiadores se concentró en la sublevación de los prisioneros realistas de febrero de 1819 y sus repercusiones. En ambos casos resaltan la actitud patriótica del aporte puntano.
En este sentido más allá de algunas diferencias en el uso de conceptos y capacidad descriptiva, tanto Gez (1913) como Núñez (1980) destacaron que la jurisdicción de San Luis permaneció firme en su sumisión al gobierno central. Así por ejemplo se resalta la jura el Reglamento Provisorio de 1817 de claro predominio centralista. En este contexto el Directorio vio incrementado su poder militar y político sobre la jurisdicción porque elegía los gobernadores a propuestas de los Cabildos. Esta obediencia continúa con la aceptación de la Constitución de 1819 dentro de un marco de aparente tranquilidad y normalidad. En este sentido Núñez (1980) resaltaba que el Cabildo se renovó sin conflictos para ese año nombrando los funcionarios que representan su poder territorial los alcaldes de los cuatro cuarteles de la ciudad, los jueces de la Hermandad y pedáneos de las localidades de toda la jurisdicción.
Según Núñez (1980) el Teniente Gobernador Dupuy continuó “atizando los espíritus” tras la sublevación, entregando medallas y premios a los vecinos que defendieron a la ciudad. La culminación de esta aparente situación de normalidad fue la jura de la Constitución por parte de San Luis como uno de los pueblos que “forman el Estado de las Provincias Unidas de Sudamérica”. El Cabildo asumió la representación de la jurisdicción de San Luis cuando la Provincia de Cuyo debió elegir tres Senadores. Cuando en agosto de 1819 se debía votar por el Diputado al Congreso los mecanismos electorales también fueron establecidos y controlados por el Cabildo. En esa ocasión asistieron 26 ciudadanos en calidad de electores que en Asamblea, presidida por el hacendado José Santos Ortiz, eligió por unanimidad al porteño Domingo Guzmán, continuando una tradición en la entrega de la representación externa de la jurisdicción. También Santos Ortiz fue elegido para la Comisión mediadora, que por iniciativa de San Martín, debía partir desde Cuyo para mediar en el conflicto entre Buenos Aires y Santa Fe.
El año 1820 es considerado por Núñez (1980) bajo el eufemístico título de turbión (cf. aguacero muy violento acompañado de fuerte viento). El año comenzó aparentemente normal con la elección del nuevo Cabildo pero inmediatamente la confirmación de la llegada de una invasión española por mar al Río de la Plata hicieron necesario convocar otra contribución que no llegó a conformarse pues el 16 de enero irrumpieron las noticias de los sucesos de San Juan[1]. El Gobernador Intendente de Cuyo, Toribio Luzuriaga, convocó inmediatamente a un Cabildo abierto para que San Luis pudiese enfrentar la “fuerza física y concertar la fuerza moral”.
El 22 de enero se precipitaron los hechos. Dupuy informó al Cabildo sobre la crítica situación producida por el derrocamiento del Teniente Gobernador de San Juan, José Ignacio de la Roza, por parte del Capitán Mariano Mendizábal y la sublevación del Batallón de Cazadores de los Andes y renunció. Esto fue calificado por Núñez como la llegada tan temida del “contagio de la anarquía”. En su renuncia, Dupuy sostiene en forma explícita que lo hizo siguiendo “el ejemplo de mi inmediato jefe”.[1]
Efectivamente Luzuriaga, a diferencia de otros Gobernadores Intendentes como Bernabé Araoz en Tucumán, renunció a su cargo sabiendo que carecía de las fuerzas necesarias para sostener su autoridad[2]. Por lo tanto, lo que se percibe en Cuyo no fue un esfuerzo o una resistencia por parte de las autoridades que representaban el centralismo, para sostener el orden, tal y como se lo entendía tras el vuelco conservador ocurrido en 1817.
Los motivos de la renuncia de Dupuy han quedado velados en el relato histórico tanto en las obras de Gez (1913) y Núñez (1980). Para contribuir a su esclarecimiento es posible vincular esta renuncia con los acontecimientos militares que simultáneamente se estaban produciendo y que creemos que efectivamente contribuyeron a precipitar la descomposición de la Intendencia de Cuyo.
No se trató de una batalla o un enfrentamiento entre facciones de fuerzas regulares con montoneros, sino una maniobra militar realizada en el marco de una estricta disciplina impuesta por los mandos naturales de las mismas. Se trató de la marcha del Regimiento de Granaderos a Caballos que se encontraban en San Luis desde mayo de 1819 para realizar su remonta y recuperación en el campamento de Las Chacras, hecho que se inscribe en una lógica política y militar de proyección americana de grandes alcances.
Esta lógica llevo a San Martín a tomar fuertes decisiones durante el año 1819 que definieron gran parte de su futuro. Ante la disyuntiva de obedecer el llamado del Directorio para enfrentar a los artiguistas del Litoral o continuar su campaña libertadora desde Chile hacia el Perú, decidió acantonar a comienzos de 1819 el Ejército Unido en Curimón, una localidad cercana al paso de los Andes y traspasar a Cuyo la mitad de los cuerpos que se encontraban operativos. Es por ello que durante la temporada estival, dos regimientos de caballería, uno de infantería y un cuerpo de artilleros traspasaron la Cordillera de los Andes y se establecieron temporalmente en Mendoza. Utilizando varias excusas, San Martín logró postergar la marcha de estas fuerzas hacia Buenos Aires o Tucumán, y aduciendo el cierre de la Cordillera evitó el regreso a Chile durante el otoño de ese año.
A fin de posibilitar su mantenimiento y remonta, pues estos cuerpos militares estaban muy disminuidos tras varios años de combate, el 1 de mayo ordenó su distribución entre las tres jurisdicciones cuyanas (Anschutz, 1945). A San Juan marchó el Batallón N° 1 de Cazadores de los Andes que, en un número aproximado de 1.000 plazas, fue acantonado en el Cuartel de la ciudad. En Mendoza quedó el Regimiento de Cazadores a Caballo y a fines de mayo de 1819 se ordenó que el Regimiento de Granaderos a Caballo marchase a San Luis. Esta distribución se realizó en conocimiento de las posibilidades materiales que cada jurisdicción podía aportar.
Además, era sabida la preferencia de San Martín por los reclutas puntanos por su capacidad como jinetes para completar las plazas vacantes de Granaderos. Una ventaja adicional tenía la ubicación de los Granaderos en San Luis. El lugar que eligió San Martín para el acantonamiento de las tropas y la concentración y adiestramiento de los nuevos reclutas, las Chacras de Tomas Luis Osorio, no fue casual. Era un amplio vallecito con una provisión propia de pasto y agua, apto para sostener y recuperar la caballada, ejercitar las maniobras de la caballería y organizar la maestranza y la herrería. Pero en el contexto de conflicto que se vivía a mediados de 1819, San Martín se aseguró que el Regimiento de Granaderos a Caballo no se inmiscuyeran en las rencillas internas que agitaban las facciones, pues Las Chacras se encontraban a 15 km aproximadamente de la ciudad de San Luis y era posible controlar el tránsito de personas y la circulación de información. No pasó lo mismo con el Batallón de Cazadores de los Andes que permanecía dentro del Cuartel de la ciudad de San Juan, a una cuadra de la Plaza Mayor, que pronto se vio envuelto en las intrigas que mantenían las distintas facciones sanjuaninas que pugnaron por lograr el apoyo de ese cuerpo militar para sus fines políticos.
Habiendo logrado el objetivo militar de recuperar la capacidad de combate de los Granaderos, lo cual implicó una nueva y ruinosa contribución de San Luis, las órdenes de San Martín a los oficiales a fines de 1819 eran claras: no se debía permitir ningún tipo de incidencia o intromisión política en el cuerpo. Para lograrlo exigía constantes informes sobre la situación de conflicto que había retornado tras la ruptura del Armisticio de San Lorenzo entre el Directorio y Santa Fe. Además, San Martín estaba en contacto permanente con el General Francisco de la Cruz, quien comandaba el Ejercito Auxiliar del Perú en su marcha hacia Buenos Aires y que finalmente se sublevó en la Posta de Arequito, el 8 de enero de 1820.
Tras conocerse los primeros informes sobre la descomposición de ese Ejercito en Arequito y las noticias de la sublevación del Batallón de Cazadores de los Andes en San Juan, los oficiales del Regimiento bajo las órdenes del Coronel Rudecindo Alvarado pusieron en marcha un dispositivo militar destinado a preservar el cuerpo de los efectos “disolventes de la anarquía” a causa “de las ocurrencias de San Juan”(Anschutz, 1945, p. 231). El 1° Escuadrón de Granaderos ya se encontraba en la Villa de Río Cuarto para ejercer una acción preventiva contra las fuerzas artiguistas que marchaban al enfrentamiento contra Buenos Aires[1]. Los escuadrones 2° y 3° iniciaron su marcha desde San Luis a Mendoza el 17 de enero con la orden de reunirse con el resto de la División y traspasar la Cordillera de los Andes de inmediato. Finalmente, tras haber cumplido la misión de prevención el 3° Escuadrón de Granaderos inició desde San Luis a marcha forzada su retirada a Mendoza el 22 de enero de 1820. Ese mismo día Dupuy presentó su renuncia al cargo de Teniente Gobernador dispuesto a marchar a Mendoza con los últimos Granaderos que abandonaban San Luis.
No era la primera vez que esto sucedía. Ya a comienzos de 1818 Dupuy había renunciado al cargo de Teniente Gobernador para sumarse al Ejercito de los Andes. En esa ocasión se le suplicó que continuase en el mando y ante una segunda renuncia realizada en abril de ese año, los integrantes del Cabildo de San Luis renovaron su suplica y enviaron un pedido al Directorio y el Congreso resaltando los méritos de Dupuy. Finalmente, no se concretó la renuncia y Dupuy pudo continuar ejerciendo el mando, fortalecido por el respaldo de la jurisdicción encabezada por el Cabildo.
En enero de 1820 la situación era diferente, pero al igual que dos años antes la renuncia causó sorpresa y no fue aceptada inmediatamente. El Cabildo convocó a la ciudad y la campaña para el 24 de enero porque “no estaba en nuestra decisión aceptar esa renuncia”. En un principio se actuó de igual manera que en 1818. Se rogó que continuase en el mando para evitar los “funestos males que aquejaban a la jurisdicción”.
El 24 de enero se reunieron los representantes de la ciudad y de la campaña y suplicaron que Dupuy siguiera al mando y que “no los abandone” a lo cual se negó, pero tras elegir una diputación (estaba formada por Lorenzo Leanis, Fray Ángel Sánchez y José Gregorio Jiménez) en conjunto con el Cabildo insistieron y lograron postergar la salida de Dupuy. Esta situación incierta e inestable se prolongó hasta el 15 de febrero cuando finalmente, bajo presión de Tomás Baras y otros oficiales de milicias retirados, se congregaron parte de los vecinos notables y las milicias. Según el acta, y siguiendo el ejemplo de otras capitales y pueblos subalternos en circunstancia similares, los jefes de las milicias de San Luis obligaron al Cabildo a convocar a todos los pobladores para elegir nuevos gobernantes y aceptar la renuncia que varias veces había realizado Dupuy. Núñez transcribe el acta de esa tensa jornada que describe la caía de Dupuy: “a fin de evitar todo estrépito y efusión de sangre que pudieran haber habido, se puso (con la consideración debida) en seguridad el señor Teniente Gobernador de esta ciudad, y de consiguiente, guardando el mismo orden, se incitó al muy ilustre Cabildo para que, dando seña con la campana, se reuniesen todos los ciudadanos presentes en la sala consistorial de acuerdos; y reunido que fue el vecindario, resolvió que provisionalmente se eligiesen y nombrasen nuevos gobernantes, se despachasen órdenes a la jurisdicción convocando y citando a todos los demás vecinos de igual representación, para que en virtud de haber ignorado las renuncias que esforzadamente hizo el señor Teniente Gobernador al ilustre Cabildo, se conformasen con ellas o con la del pueblo” (Núñez, 1980, p. 137).
En forma simultánea a la deposición de Dupuy, el 16 de febrero se cambiaron varios cabildantes que convalidaban el poder de los nuevos sectores dominantes integrados por los jefes de las milicias, representados por Tomás Baras y Luis de Videla, y los hacendados, representados por Santos Ortíz. Finalmente el 19 de febrero el jefe de las milicias de la ciudad, Luis de Videla, exigió la expulsión del depuesto Dupuy por considerarla contraria para “la tranquilidad pública”. Su destino inicial sería el destierro a Catamarca. Los nuevos detentadores del poder presionaron al nuevo Cabildo y se pidió consultar a los vecinos si acordaban con la expulsión.
El 26 de febrero se reunió el Cabildo abierto con representantes de la ciudad y la campaña y allí se acordó que el nuevo Cabildo asumiera la función de gobierno con las cuatro causas. Este Cabildo Gobernador también asumió el poder para designar al Comandante de Armas y extinguió el empleo gubernativo que ejercía el Teniente Gobernador. Poco después comunicaron a los demás pueblos que esta nueva situación duraría “hasta la reunión nacional” y dejaron abierta la posibilidad que el Cabildo Gobernador nombrara un nuevo empleo de gobierno. De hecho comenzaba la vida de San Luis independiente.
Algunas claves de interpretación
El surgimiento de San Luis como Estado independiente en 1820 se dio en un contexto de cambios en las prácticas políticas producidas por la Revolución. Siguiendo los planteamientos de Tulio Halperin Donghi ampliados por Valentina Ayrolo, Mariano Kloster y Alejandro Morea, la legitimidad política de las nuevas prácticas que surgieron durante la Revolución pueden diferenciarse en dos tipos de mecanismos: formales y oficiales, por una parte, y no formales y espontáneos, por otra. Éstas, a su vez se contextualizan en la militarización de la sociedad y la influencia de la guerra en las prácticas políticas (Kloster y Ayrolo, 2018; Halperin Donghi, 2014; Morea, 2012).
Los mecanismos formales y oficiales eran instrumentos reglados, ideados y plasmados en reglamentaciones. Incluían prácticas que combinaban viejos mecanismos provenientes y heredados del Antiguo Régimen, basados en la representación de los vecinos, con las novedades que impuso la Revolución. Así, estos mecanismos extendieron y multiplicaron la representación (ampliación del voto, establecimiento de juntas, elaboración de nuevos padrones, llamados a convocatorias extraordinarias, celebración de Cabildos abiertos).
Además, frente al previsible burocratismo colonial, anualmente cíclico para la vida política de las ciudades, la Revolución aumentó la frecuencia en el uso de los mecanismos electorales y representativos, como consecuencia de su propia inestabilidad que dio por resultado un proceso político con frecuentes marchas y contramarchas. Solo así se puede entender el encumbramiento y la súbita caída en ciclos de notables figuras (Poblet, Dupuy, Monteagudo, Funes, Pueyrredón).
Los mecanismos no oficiales (tumultos, rebeliones, motines, asonadas, levantamientos, cabildos abiertos espontáneos) aumentaron su frecuencia, pues no erandispositivos desconocidos durante el Antiguo Régimen, pero representaban hechos extraordinarios. Estos mecanismos, especialmente los Cabildos abiertos espontáneos y las asambleas o reuniones de vecinos, servían como acciones legitimadoras posteriores al levantamiento, siempre y cuando triunfaran. Así, estas formas regladas o formales surgen de una movilización previa de fuerzas tumultuosas (irregulares o no) pero eran parte de los mecanismos aceptados porque representan reclamos legítimos y concretos ante las autoridades, por algún derecho concreto vulnerado (por ejemplo la imposición del abasto a precio de ruina).
Un rasgo novedoso merece ser destacado. En estos mecanismos no formales la presencia multitudinaria y popular solía ser mayor. Se combinan movilización, legitimidad y distintas formas de violencia (amenazas, exigencias, expulsiones, destierros, prisiones, deposiciones, castigos, muertes). La guerra no era una circunstancia aleatoria, sino una parte esencial del proceso de legitimación de las nuevas prácticas políticas. El contexto de la militarización hizo posible cada vez con mayor facilidad la aparición de la violencia, de la politización de las tropas y la presencia de las armas como un actor principal en las luchas políticas (Halperin Donghi, 2014, p. 428-430).
Es por ello que los jefes militares o de tropas adquirieron un rol cada vez mayor en los cambios políticos. Así puede entenderse que el protagonista de los tumultos, en su mayor parte disimulados por la historiografía local[1], fuese protagonizada por las milicias de San Luis. No casualmente fueron los jefes de las Milicias de Caballería, uno activo como Luis de Videla y otro regresado a la actividad como Tomas Baras, quienes encabezaron los movimientos de febrero de 1820. En San Luis no hubo enfrentamiento militar pues la actitud destituyente de las milicias se produjo pocos días después que las fuerzas regulares, los Granaderos a Caballo, abandonasen San Luis y se difundieran las noticias que las tropas sanmartinianas estacionadas en Mendoza no reprimieron el movimiento de San Juan.
Cabe recordar que según lo sostenido anteriormente, el tumulto era una de las prácticas donde la violencia se mezclaba con acciones políticas que posteriormente podían ser formalizadas y legitimadas por otros medios. En los informes reservados que recibió San Martin sobre los sucesos de San Luis, su informante Domingo de Torres, tras describir un escenario cuyano lleno de intrigas y planes de contingencia, calificaba a la actitud del Cabildo de San Luis de “semi-montonero”, en donde se destacó el accionar de Luis de Videla[1], al expulsar y desterrar a Dupuy a Catamarca.
La violencia no fue una anomalía del proceso revolucionario. Fue su esencia para resolver disputas políticas que la propia Revolución había creado. Así es posible afirmar que los sucesos de 1820 fue una combinación de estos dos tipos de legitimidades pues existieron movimientos de milicias que representaban la “fuerza física” en el clásico análisis de Halperin Donghi10 y que tomaron la iniciativa cuando las tropas regulares se marcharon, no antes, y se convocó a un Cabildo abierto para legitimar el resultado. La legitimidad si triunfan era posterior. Fue este caso.
Primeras evidencias del San Luis independiente
Siguiendo lo afirmado por Verdo (2016), Córdoba inició el movimiento independentista tras la sublevación en Arequito. El 16 de enero de 1820 un Cabildo abierto declaró la independencia que fue ratificada por una asamblea provincial de representantes. El 18 de marzo declaró formalmente su independencia con los mismos términos que el acta del 9 de julio de 1816: libertad soberanía y ausencia de dependencia y de subordinación a otra autoridad. En San Luis no se han hallado evidencias que tuviese un acto formal como el de Córdoba, pero documentos posteriores y simultáneos indica que se consideraba independiente y así de lo comunicó formalmente a las otras provincias cuyanas.
A diferencia de lo ocurrido en las Gobernaciones Intendencias de Tucumán y Córdoba donde del esfuerzo de los Gobernadores, entre marzo y agosto de 1820 se centró en retener la subordinación de las ciudades subalternas como La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero, que rápidamente se declararon independientes de las antiguas capitales intendenciales, la descomposición de Cuyo se realizó en otros términos.
Si bien el resultado fue el mismo, la Intendencia de Cuyo se fragmentó en tres Estados independientes entre febrero y marzo de 1820, en este proceso gravitó profundamente las condiciones generadas por la experiencia sanmartiniana: el movimiento se inició en San Juan con la sublevación del Batallón de Cazadores, el 9 de enero, que tras múltiples conflictos internos llevó a la proclamación de la independencia el 1° de marzo. El acto afirmaba explícitamente que la emancipación se hacía con respecto a la capital intendencial, Mendoza, no de un inexistente gobierno general “reunido el pueblo por diversas ocasiones // acordó que quedaba unido en el modo más solemne a las demás provincias federadas [y] que reasumida su soberanía, se declaraba el pueblo independiente de la que hasta aquí había sido capital de la provincia”.
En Cuyo, la independencia de las ciudades y sus respectivas jurisdicciones estuvo acompañada inmediatamente por una tentativa de recomposición de los vínculos entre ellas, hecho que fue posible porque no hubo una ruptura militar ni tentativas de represión, salvo el movimiento que Alvarado intentó desde Mendoza sobre San Juan, que fue inmediatamente abortado. Esto permitió ensayar una organización política en el ámbito regional. Fue en ese contexto donde hicieron su aparición las declaraciones documentalessobre la independencia de San Luis[1]. El 24 de marzo de 1820, un acuerdo entre Mendoza y San Luis reiteró la unión y amistad entre las dos ciudades. El texto, reproducido por Verdo (2016), dice que San Luis
"es una parte integrante de la Provincia de Cuyo // reconoce por centro de la provincia a la ciudad de Mendoza / y se gobernará por sí sola, y con independencia en lo económico y particular del gobierno en su distrito y jurisdicción hasta la reunión del congreso general” (Verdo, 2016, pág. 86).
Esta tendencia, el reconocimiento de la independencia mutua de las jurisdicciones cuyanas, permitió la conformación de una débil unidad confederal. En mayo de 1820, San Juan nombró un emisario destinado a Mendoza y San Luis para "declarar y celebrar por una Convención solemne la confederación y unión de este pueblo con los demás”. Los conceptos que subyacieron en este intento eran los de independencia y soberanía, que si bien se enmarcaban en un proceso más amplio pensando que eventualmente se podía lograr una reunión general con las demás provincias, por ejemplo participando del Congreso convocado por el Gobernador de Córdoba Juan Bautista Bustos, se priorizó el acuerdo entre las provincias cuyana donde:
"/cada pueblo de los de la confederación retendrá su soberanía y serán independientes entre sí, gobernándose cada uno como se hallan al presente, con absoluta independencia uno de otro por su constitución particular, a no ser que, por igual solemne convención, se constituyan bajo una misma regla o estatuto, pues que siendo idénticos sus intereses, podrá muy bien ser una sola la constitución de todas ellas, en cuyo caso sería también más estrecha y más sólida nuestra unión” (Larraín, 1906, p. 431).
En aplicación de estos principios, las tres provincias firmaron en 1821 un acto de unión que reconstituyó la intendencia de Cuyo sobre la base de la igualdad entre pueblos independientes entre sí formando las bases de un Estado soberano: el Reglamento provisional de Gobierno para los Pueblos de Cuyo, del mismo año, afirmaba que "Los Pueblos Unidos de Cuyo se consideran como un Estado absolutamente independiente”.
Consideraciones finales
El surgimiento de San Luis como Estado es un tema que merece mayor atención por parte de los historiadores pues ha permanecido simulado o ignorado por la historiografía tradicional. Las perspectivas y reflexiones que se han presentado en este artículo tuvieron como intención abrir el debate y aportar a su actualización. En este sentido un posible camino es incorporar al análisis de la realidad histórica de San Luis, sin olvidar su perspectiva regional cuyana, los avances historiográficos que se han producido recientemente en Argentina y otros países americanos sobre las independencias.
Al revisar las perspectivas historiográficas y conceptos interiorizados y naturalizados que han dominado el panorama local y regional sobre el surgimiento de San Luis como provincia, se evidencia que el dispositivo interpretativo ideado por Mitre en la segundo mitad del siglo XIX sigue en gran parte vigente. Al respecto coincidimos con Agüero en que es necesario revisar el uso del concepto “autonomía provincial” y reflexionar sobre si corresponde utilizar el concepto que predomina en las fuentes de la época, esto es “independencia”. De ser así, este cambio conceptual permitirá aportar una nueva visión a un problema olvidado, colocando a los sucesos de 1820 en una perspectiva que se vincula con la constitución de hecho de una confederación en el territorio de las disueltas Provincias Unidas.
Finalmente, cabe llamar la atención sobre la estrecha relación que existió entre los procesos políticos locales iniciados por la Revolución en 1810, caracterizados por su inestabilidad y ampliación, y la guerra como una actividad central que influyó profundamente la vida social de San Luis. Esta vinculación se manifestó de un modo particular en el proceso de descomposición de la Gobernación Intendencia de Cuyo, que
enmarca la emergencia de San Luis como Estado independiente. Solo así puede comprenderse la influencia determinante que tuvo la construcción y mantenimiento del dispositivo militar que San Martín estableció en Cuyo. Éste no solo representó la faz regional de la militarización, sino que brindó los elementos protagónicos (jefaturas políticas, unidades militares, movimientos de tropas) de la ruptura de la unidad intendencial.
Para el caso de San Luis, en el proceso de constitución como Estado independiente, gravitaron profundamente las condiciones generadas por la experiencia sanmartiniana. La jefatura política de Dupuy se mantuvo firmemente hasta que el Regimiento de Granaderos a Caballos permaneció en acciones de remonta y vigilancia dentro de la jurisdicción puntana. Su retiro el 22 de enero de 1820, dentro del acelerado proceso de descomposición que dio comienzo con la sublevación del Batallón de Cazadores de los Andes en San Juan, implicó el inicio de su caída. Ésta a su vez se concretó en un ambiente de violencia política que fue encabezado por los oficiales de milicias de la ciudad, que poseyendo la fuerza física al decir de Halperin Donghi, presionaron y lograron primero cambiar la composición del Cabildo y posteriormente deponer a Dupuy y forzar su destierro. Solo de esta forma puedo concretarse el inicio del proceso de independencia de San Luis, respecto no al gobierno general que había dejado de existir en Buenos Aires, sino de la capital intendencial de Mendoza.
(*)Guillermo Genini. Doctor y Magíster en Historia por la Universidad Nacional de San Juan. Profesor de enseñanza media y superior en Historia y Especialista en Pedagogía de la Formación por la Universidad Nacional de Córdoba. Profesor Titular de Historia Argentina, en las Carreras Profesorado de Ciencias Políticas e Historia en el IFDC San Luis, e investigador del Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Museo “Prof. Mariano Gambier” de la Universidad Nacional de San Juan.
(1) San Luis juró la Constitución de las Provincias Unidas en Sud América con el ceremonial indicado para ser cumplido por todas las ciudades el 25 de mayo de 1819. Así, en la Iglesia Matriz, con la presencia del Teniente Gobernador Vicente Dupuy, los miembros del Cabildo.
(2) En el caso de San Luis, tras el cese de José Lucas Ortiz, a cargo de la comandancia política y militar de la jurisdicción, el gobierno central designó a comienzos de 1814 para esa función, ya en el marco de la nueva Gobernación Intendencia de Cuyo con capital en la ciudad de Mendoza, al porteño Vicente Dupuy con el cargo de Teniente de Gobernador.
(3) El 9 de enero de 1820 el Batallón Nº 1 de Cazadores de Los Andes acantonado en el cuartel de San Clemente, ubicado a una cuadra de la Plaza Mayor, se sublevó y derrocó violentamente al Teniente de Gobernador José Ignacio De la Roza, hombre ligado al accionar de San Martín. El movimiento de fuerza fue encabezado por el cuñado de De la Roza, el capitán porteño Mariano Mendizábal, secundado por los oficiales Francisco Solano del Corro y Pablo Morillo, quienes capturaron y ejecutaron al Coronel Severo García de Sequeira, mando natural del Batallón.
(4) Luzuriaga renunció como Gobernador Intendente de Cuyo el 17 de enero tras comprobar que era improbable que la sublevación de las tropas en San Juan se resolvería por medio pacíficos.
(5) El 1 de marzo el Coronel Domingo Torres informaba que Luzuriaga había solicitado autorización para pasar a Chile e incorporarse al Ejercito Unido y que Mendoza intentaba mantener “el orden interno” y que pese a que “la caja está exhausta” se pretendía formar un cuerpo de milicias de 200 hombres. (DPHLGSM, tomo 16, p. 1).
(6) Las fuerzas artiguistas de Estanislao López y Francisco Ramírez tras la ruptura del Pacto de Santo Tomé marcharon sobre Buenos Aires por lo que en diciembre de 1819 el Ejército Auxiliar del Alto Perú se puso en movimiento para defender a la capital. Pocos días después se sublevó en la Posta de Arequito (Santa Fe) el 8 de enero de 1820. Además ese escuadrón de Granaderos tenía la misión de conseguir caballada nueva para la marcha a Chile. Su cometido se cumplió acabadamente pues regresaron a Cuyo con 1.500 caballos frescos sacados de los campos de Río Cuarto (DPHLGSM, tomo 16).
(7) Antonio Zinny, primer historiador de las provincias argentinas, sin embargo al referirse a la caída de Dupuy sostuvo que “fue depuesto” y que “Separado así del mando y acusado de haber cometido varios actos de crueldad, fue, por orden del directorio, sometido a juicio” (Zinny, 1920, 442).
(8) El Coronel Rudecindo Alvarado tomó las medidas necesarias para preservar a las tropas estacionadas en Mendoza del impulso disolvente del orden y marchó con parte de sus tropas a San Juan. El 14 de enero tras intentar recuperar infructuosamente el mando del Batallón N° 1, regresó a Mendoza a fin de evitar un enfrentamiento armado.
(9) Igualmente se refería a la necesidad de soportar algunas actitudes “criminales” en aras de lograr alguna posibilidad de restablecer el orden en Cuyo donde “todo está incierto” (DPHLGSM, tomo 16, p. 180). Utilizando como ejemplo la sublevación del Batallón de Cazadores en San Juan, Halperin Donghi resalta que Luzuriaga solicitó a San Luis que tome las medidas necesarias para “concentrar toda la fuerza moral de la provincia para neutralizar la fuerza física” dominante en San Juan. La primera estaba representada por los magistrados, los principales vecinos y los sectores propietarios, mientras que la segunda correspondía a las tropas cuando actuaban en función política (Halperin Donghi, 2014, 361-362).
(10) Utilizando como ejemplo la sublevación del Batallón de Cazadores en San Juan, Halperin Donghi resalta que Luzuriaga solicitó a San Luis que tome las medidas necesarias para “concentrar toda la fuerza moral de la provincia para neutralizar la fuerza física” dominante en San Juan. La primera estaba representada por los magistrados, los principales vecinos y los sectores propietarios, mientras que la segunda correspondía a las tropas cuando actuaban en función política (Halperin Donghi, 2014, 361-362).
(11) Tras la derrota de Director Rondeau en la Batalla de Cepeda el 1 de febrero de 1820, las autoridades generales desaparecieron. En Buenos Aires el Cabildo de esa ciudad asumió el poder y el 12 de febrero comunicó a las demás jurisdicciones que todas quedaban libres de “hacer por sí mismo lo que más convenga a sus intereses y régimen interior”. Como sostiene Carlos Segreti, este era el acto final de proceso que se inició en 1810, es decir “la disolución del Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata” (Segreti, 2000, p. 364).
(12) Zinny al abordar la historia de los gobernadores de San Luis en 1883 utiliza la expresión “independencia” cuando se refiere a la constitución de San Luis como provincia. Evidentemente su apego a búsqueda, selección y publicación de fuentes documentales lo llevaron a conservar el término que aparecía en las actas y comunicaciones originales. Así sostiene que a comienzos de 1820: “En esta época tuvo lugar la independencia de San Luis, como consecuencia de la sublevación del batallón N° 1 de cazadores de los Andes/ Así, la independencia de San Luis data del 1° de marzo del año 1820” (Zinny, 1920, p. 443).
Referencias
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